domingo, 20 de mayo de 2007

El regreso de Willebaldo

*Advertencia: post requetelargo

El otro día me tocó cubrir la llegada de los restos mortales de Willebaldo Dorantes Antonio, un emigrante de 23 años natural del municipio de San José Miahuatlán, que murió hace dos semanas en Las Vegas como consecuencia de la explosión de una bomba que, supuestamente, la ex pareja de su novia había colocado en su coche.

Eran las 22:00 horas. Centenares de personas esperaban la llegada del cadáver de Willebaldo a la entrada del pueblo. Llevaban días esperando, en realidad. El silencio se hizo cuando el coche fúnebre se acercó. Durante un kilómetro, una comitiva de cientos de personas, formada principalmente por plañideras que murmuraban cadenciosas letanías en náhautl, acompañó el féretro. La madre y hermano parecían un par de espantapájaros, que apenas acertaban a tenerse en pie.

Nadie hablaba español, era como si no me encontrara en un país castellano parlante. Si Esaú, el fotógrafo del periódico, no me hubiera ido traduciendo lo que la gente decía, habría sido como estar en Armenia, por poner un ejemplo.

Un hombre hablaba en el interior de una vasija y decía “Bienvenido a casa Willebaldo, ya estás en casa”, mientras las mujeres repetían estas mismas palabras sacudiendo el polvoriento suelo con palmas, para evitar que su espíritu se alejara del pueblo.

Desde que estoy en México, en muchas ocasiones he establecido paralelismos entre las situaciones que he presenciado y las películas de Buñuel, Berlanga y, últimamente, cada vez más a menudo, Kusturika. El otro día me sentí más bien como si estuviera en Comala, el desolado y fantasmagórico pueblo al que Juan Preciado acude a buscar a su padre, Pedro Páramo.

Algo que se menciona hasta la saciedad cuando se habla de manifestaciones culturales en países como México, es el famoso sincretismo, que nunca había percibido con tanta intensidad. A pesar de las cruces y los santiguamientos continuos, aquellos ritos funerarios de raíces prehispánicas que presencié poco tenían que ver con el culto romano.

Cuando el ataúd descendió del coche junto a la casa familiar de los Dorantes, para ser colocado en un altar minuciosamente preparado, los gritos de dolor se hicieron más fuertes. Una banda de música comenzó a tocar. El saxofonista lloraba mientras soplaba su instrumento. “Human remains”, rezaba la pegatina de la caja en que el féretro estaba envuelto.

Al día siguiente, cuando llegamos a la casa para cubrir el entierro, el pueblo entero seguía desde la víspera congregado bajo una carpa, desfilando junto al féretro y despidiéndose del fallecido, uno por uno, con saumerios llenos de copal ardiendo. Dentro de la casa de los Dorantes, la actividad era frenética: decenas de mujeres se afanaban en preparar comida para todos los invitados.

Mario, el hermano de Willebaldo, que ya había dejado de llorar, nos ofreció amablemente tequila, mole, tortilla y frijoles. Y es que ya me lo habían advertido: “Aquí morirse es una fiesta”. Y no hay más. Nada de intimidad, de recogimiento: el luto se comparte con cientos de personas y se vive con comida, refrescos, cerveza y dulces. Nadie concibe que pueda ser de otra manera.

Ya en el panteón, los mariachis se desgañitaban mientras el resto de los presentes lloraba. Alguien, precavidamente, se había acordado de llevar agua bendita en una botella de Coca Cola y la vertía sobre el ataúd.

Los primeros puñados de tierra comenzaron a caer sobre la tumba: el viaje había terminado.



La llegada de los restos mortales a San José Miahuatlán

Mujeres rezagadas en el camino al cementerio


And the radio plays:
Yamore. Salif Keita